Monsieur Louis era un viejo y fiel cliente de Morrongo que le permitía elegir a sus anchas entre la abundante mercancía ofrecida. Tan sólo algunas veces, cuando su ojo adiestrado juzgaba que el fruto o la legumbre seleccionada no correspondía a la calidad que su cliente merecía, el comerciante intervenía discretamente desaconsejando la elección.
—No, Monsieur Louis, estas manzanas no son para usted. Mejor, llévese esas peras. ¡Mire! ¡Mire! —y abriendo su navaja, cortaba una pera en dos, regando el suelo con su abundante jugo—. ¡Pruebe, pruebe! —invitaba, proponiéndole una mitad, mientras él engullía ruidosamente la otra.
—Sí, sí —bromeaba el francés— eres muy amable, pero después me clavarás con los precios.
—Por favor —se escandalizaba Morrongo—, sabe usted muy bien que jamás le haría eso a tan buen cliente. Una cosa es discutir los precios y otra, engañar a un amigo.
—Lo sé, Morrongo, no te enfades. Sólo bromeaba.
—Bueno, si es así, me callo —concluía el bueno de Morrongo.
Al final del mercado cubierto, antes de adentrarse en una serie de tenderetes instalados al aire libre, se encontraba la carnicería de Levy. El judío, que hablaba en francés con Mosieur Louis, conocía bien los gustos y las exigencias de su cliente
.—¿Qué me tienes reservado esta semana, Jacques? —preguntaba afrancesando el nombre del carnicero, que se llamaba Jacob.